Agustinos
Homilía

Homilía

Jueves Santo

(28 de marzo de 2024)

Ex 12, 1-8. 11-14. Prescripciones sobre la cena pascual. Sal 115. El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo. 1 Cor 11, 23-26. Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor. Jn 13, 1-15. Los amó hasta el extremo.

Lo que San Juan llama “la hora” de Jesucristo consta de tres fases: la cena de hoy con los suyos; la pasión, mañana; la resurrección, la vigilia pascual y toda la semana que viene. Hoy comenzamos el desenlace de esta hora, y Él lo sabe.  

A Jesús no le pilla de sorpresa. Se encamina a la muerte a sabiendas de lo que implicaba, voluntaria y libremente; así lo decidió desde el principio, cuando el diablo le tentó en el desierto.  

La cosa empieza mal: “el diablo había suscitado en el corazón de Judas”. Y poco más tarde, Pedro. “Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?”. Ni siquiera la última fue cena tranquila. ¿Por culpa de quién? El traidor. Los demás no fueron mejores; no solo Pedro, el bravucón que negó.

Con fines piadosos, se nos invita a identificarnos con Judas, Pedro, el Cireneo y otros personajes de la cena y la pasión. Otras veces nos proponen a quienes le siguieron hasta la cruz: María, las otras mujeres y Juan. ¿Dónde estaban los demás? Normalmente, la traición tiene dos nombres: Judas (decepción, rechazo, incomprensión, interés, manipulación) y Pedro (miedo, ambigüedad, altibajos, inconstancia…). Judas ya sabemos cómo acaba; Pedro, ahuecando el ala. Pero, ¿dónde estaban los otros? ¿Y Santiago, Andrés, Mateo…? ¿Dónde hubiéramos estados nosotros? ¿Nos habríamos vendido como Judas, traicionando al modo Pedro –arrepentidos al momento, pero aún cobardes? ¿Acaso seríamos María o Juan, al pie de la cruz? Seamos sinceros. Os lo confieso: yo sería un Tomás, Bartolomé, Felipe o cualquiera de los que tomaron las de Villadiego.

“El diablo había suscitado en el corazón de Judas…” y del resto. ¿Cómo suscita el diablo a nuestro corazón? Pues sin que nos demos cuenta, como un virus. Al principio ni se entera uno, es asintomático; ya dentro, se engancha a la membrana celular usando sus mismos receptores, penetra y deposita en el citoplasma su código genético que, acto seguido, se vale de los mecanismos de replicación de las células para copiarse y expandirse al resto del cuerpo.

Así actúa la seducción del diablo. Se nos mete imperceptiblemente, bajo capa de bien (excusa va, justificación viene, comentario frívolo por aquí, otra licencia por allá) y, ya dentro, usa nuestra inteligencia, memoria y voluntad para invadirnos. Al principio lo confundes con cualquier otra cosa, hasta te dices que es normal y por donde tienen que ir las cosas. Con el paso del tiempo, desarrollas síntomas como la pérdida del olor y el gusto por los asuntos de Dios, pierdes la finura espiritual para distinguirlas bajo el disfraz de seguridades institucionalmente asentadas, confundiendo la autenticidad del seguimiento con sucedáneos superficiales, externos y, en ocasiones, opuestos.

Ya infectados, hay cuerpos cuyo sistema inmune frena la replicación atacando eficazmente al patógeno. Entonces, la cosa para sin apenas síntomas. En otros, personas inmunodeprimidas, incapaces de frenar la replicación, el virus se expande exponencialmente. Son colectivos vulnerables. Así ocurre también con las infecciones causadas por la seducción del maligno. Si padecemos inmunodepresión espiritual, fácilmente perdemos la batalla contra el virus. Entonces aparecen rampantes las pompas y obras del maligno: mentira, egoísmo, pereza, indiferencia, favoritismos, vernos superiores a los demás, sentirnos muy seguros de nosotros mismos, creer que ya estamos convertidos del todo, quedarnos en los reglamentos y no ir a Dios. Y con todo esto, la frustración a medio y largo plazo.

Más vale prevenir que curar. Preguntémonos cuáles son los linfocitos, los glóbulos bancos que nos defienden de los patógenos. ¿Qué me protege de las seducciones del maligno? Cada uno confeccione su lista; no hay dos sistemas inmunes 100% idénticos, pero sí elementos comunes.

En todo organismo espiritual hay al menos un par de ellos: primero, la escucha de la Palabra, meditada en la Iglesia; segundo, la práctica de la caridad, especialmente la onerosa, la desagradable, pesada, cansina, la que no apetece, sin salirle a uno de dentro, la que vence la perece y la apatía, la no correspondida, pero constante y cargada del sentido de la cruz de Cristo. Fueron los dos pilares del sistema inmune de santa Teresa de Calcuta; lo serán de quien los practique; al hacerlo, habremos hecho caso del ejemplo que Cristo nos dejó al lavar los pies a sus traidores, los suyos.

Estando a la mesa, se quitó el mando y se ciñó una toalla.

Lavar los pies era oficio de esclavos no hebreos. Los discípulos captan lo humillante del acto, lo entenderán tras la resurrección, cuando vean su vida como servicio inmolado, de lo que el lavatorio es signo. El maestro, máxima dignidad, no hace alarde de su categoría, sino que se despoja de su rango y toma la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Ese manto es más que una pieza textil; Jesucristo se anonada. Acto seguido, se ciñe una toalla, es la Pascua, y esa noche se come con las sandalias en los pies, la cintura ceñida, bastón en la mano. Cristo se la ciñe, como el joven del salmo al flanco la espada o el cristiano las armas de la luz tras desvestirse de las obras de las tinieblas.

Para servir como Cristo, repitamos en nosotros el doble gesto del lavatorio: quitémonos el manto, ciñámonos la toalla. En primer lugar, quitarnos el manto, despojarnos de nuestra superioridad disfrazada, el orgullo, el creernos con mejor criterio para juzgar la realidad, la sensación –a veces no confesada a nosotros mismos- de creernos mejores; retiremos de nosotros un cristianismo moderado, calculado, acoplado a nuestro ritmo de vida cómoda con sus seguridades, amansado por nuestras perezas e indiferencias. Despojémonos de la pretensión de la vida cómoda y cuadriculada, la entrega tasada, las costas de disponibilidad. ¡Cuántas cosas podríamos expresar con el gesto: “se quitó el manto”!

Ciñámonos la toalla, que indica, en primer lugar, la humildad. No hay servicio que nos salve, si no es humilde. Nos dice San Agustín: “Primero, la humildad; segundo, la humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo mismo. (…) si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, …, el orgullo nos lo arrebatará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por una buena acción. Porque los otros vicios son temibles en el pecado, mas el orgullo es también temible en las mismas obras buenas” (Carta 118, 22). Las armas de la luz con que ceñirnos son, según los casos: fe, templanza, esperanza, fortaleza, prudencia y, siempre, siempre, humildad. ¡Qué fácil es caer en una humildad orgullosa de sí misma! Insiste Agustín: “Si poseéis la santidad, temed perderla. ¿Cómo? Por la soberbia. La castidad del casto puede perderse de dos formas: o convirtiéndose en adúltero o haciéndose soberbio. Y me atrevo a decir que quienes viven la vida conyugal, si son humildes, son mejores que los castos soberbios…”

Para nosotros es fácil lavar los pies, nuestra buena vida lo permite. Ahora bien, ¿seríamos capaces de servir como Cristo, cual siervo humilde, sin la indignación de aquel a quien se le caen los anillos porque él no está para esas cosas? ¿Seríamos capaces de desnudarnos de nosotros mismos y revestirnos de Cristo? Tenemos la prueba día a día, en nuestros hermanos: pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. (1Jn 4,20).

Cristo dice: “también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Piensa cómo lavas tú los pies a otros, ponte ejemplos concretos. Si piensas que lavar los pies como el Maestro es fácil y cómodo: ¡Háztelo mirar! Los pies huelen mal, servir molesta e incordia, a veces revuelve las tripas, y normalmente no es correspondido. Si consideras el amor al prójimo de forma risueña y piadosamente bobalicona: ¡Háztelo mirar! El buen samaritano vio sus planes trastocados, recalculó su ruta, le costó dinero en la posada; el sacerdote y el levita, justificados por llegar temprano al templo, pasaron de largo.

“Os he dado ejemplo para que … vosotros también lo hagáis”. Si lo meditas en la oración, que es activación del deseo, te preparas interiormente para llevarlo a cabo ad extra. La recompensa es la inmunidad frente a las asechanzas del maligno que busca nuestra muerte, el logro es la bienaventuranza.

San Juan tiene sus bienaventuranzas, en singular: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica” (Jn 13, 17). Misma expresión usada por Mateo y Lucas. Estos despliegan la felicidad en cinco o siete; Juan sintetiza en una: poner en práctica lo que acaba de hacer Jesús. ¿El qué, se preguntará alguno? “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (13, 34). Así sabrán los demás que somos cristianos. En esto se nos tiene que notar a los cristianos: que vean cómo amamos. Es la mayor tragedia de la Iglesia actual: la frialdad de nuestro amor, tanto que la gente ni lo nota.   

Además del día del amor fraterno, hoy es el día del sacerdocio. Cristo nos ha dado ejemplo para no usarlo en servicio e intereses propios, sino a disposición del pueblo de Dios que nos toca; quien dice sacerdocio, abarca la consagración religiosa. Lo curas son como los aviones: solamente saltan a las noticias cuando alguno cae. Recemos por los sacerdotes, para que sean siervos del pueblo de Dios y fuente de ánimo y esperanza para sus fieles. Recemos para que surjan vocaciones a la vida sacerdotal y a la religiosa, tanto de vida activa como contemplativa.

Pidamos en esta eucaristía, memorial de la entrega de Cristo en servicio de los hombres, nos conceda un corazón humilde y servicial. Pidamos a Cristo la conversión de nuestra vida, que él nos transforme en ofrenda viva para alabanza de su gloria, que nos haga eucaristía para el mundo.

Luis Miguel Castro, osa

Domingo de Pascua

(31 de marza de 2024)

(Hch 10,34ª.37- 43; Col 3,1-4; Mc 16,1-7)

¡Feliz Pascua de Resurrección! Porque Cristo no se quedó en el sepulcro, el mundo entero se desborda de alegría. Las últimas palabras que escuchábamos en la lectura de la pasión del Viernes Santo no auguraban muchas alegrías: el cuerpo, el cadáver de Jesucristo, había quedado sepultado. Con la muerte de Jesús en la Cruz, sus enemigos creyeron haber vencido, Dios no estaba con Él, estaba con ellos. Dios los daba la razón.

Tras la muerte de Jesús, el ambiente que se respiraba entre sus discípulos, hombres y mujeres, era decepcionante. En esta situación, tres de las mujeres deciden –diríamos que algo absurdo–  volver a embalsamar el cadáver de Jesús. Y, ¿quién nos moverá la piedra de la entrada del sepulcro? (v.16,3). El estupor se apoderó de ellas al encontrarse con la piedra sepulcral corrida. Entraron en el sepulcro y se encontraron con un joven que les dice: No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado?  Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron (v.6). Aquellas mujeres que tanto amaban a Jesús y por el que habían arriesgado su vida siguiéndole hasta la cruz, reciben la recompensa, la gran noticia: no tengáis miedo porque CRISTO, el crucificado, HA RESUCITADO. El joven les recuerda también algo que ya les había dicho Jesús: Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis. (v.7). Las mujeres salieron huyendo, llenas de miedo, sin decir nada a nadie.

El miedo de estas mujeres puede ser también nuestro miedo. No temáis (v.10). No tengáis miedo. Son las palabras que Dios nos repite en este día de Pascua. Cuántos miedos nos enervan y nos impiden gozar de la presencia y cercanía del Señor. No tengamos miedo. Aunque nos encontremos en situaciones que nos paralizan y nos impiden avanzar, aunque encontremos que la piedra es demasiado grande para nuestras fuerzas: la enfermedad, la falta de trabajo, las injusticias y tantos otros problemas… no tengamos miedo. CRISTO, el crucificado, HA RESUCITADO. Cristo resucitado hará que las piedras que nos aplastan se quiten de las entradas de nuestros sepulcros para que podamos salir a una nueva vida. No tengamos miedo. Aunque hayamos sepultado las esperanzas, no nos rindamos: Dios es más grande, con Dios nada está perdido. Fijaos bien, lo que dice el ángel a las mujeres nos lo dice también a nosotros: Para ver al resucitado hay que ir a Galilea. “Vayamos a Galilea”, releamos todo el evangelio a la luz de la Cruz y de la Resurrección, sin miedo: releamos toda la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las deserciones, incluso la traición. Releamos todo a partir del final, que es un nuevo comienzo de este acto supremo de amor.

El Resucitado va delante de nosotros. Lo iremos viendo, si caminamos tras sus pasos. No nos equivoquemos. No busquemos a Jesús en los rezos rutinarios, en procesiones, en cofradías…, –aunque sean cosas buenas–, tampoco en la tumba del pasado, como lo pretendían las mujeres. Él no está ahí. Él va delante de nosotros. Y lo alcanzamos haciendo lo que él hizo. Y encontramos a Jesús en los más necesitados, en los hambrientos, enfermos, excluidos de la sociedad. Sí, ahí está Jesús. Seguir a Jesús por los caminos de Galilea es una aventura a la que hay que llegar ligeros de equipaje. Él nos marca el camino. Jesús está en Galilea, esto es, allí donde él luchó en favor del Reino. 

¡Ánimo a todos!¡Feliz Pascua de Resurrección!

Vicente Martín, OSA

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